sábado, 3 de diciembre de 2011

“En un segundo puede derrumbarse lo que se tardó años en construir”, suele decir la gente cuando habla de amistad, de afectos, de compañerismo. Y basta una debilidad, una equivocación del otro, para que se borren de un plumazo tantas y tantas cosas buenas compartidas, vividas; sufridas, gozadas. Nuestra goma de borrar es más poderosa que nuestra memoria. ¿Acaso se tira un cuaderno de clase porque se hizo una mancha de tinta en una de sus hojas?

El ser humano es vulnerable y débil. A veces hace, sin pensarlo, un comentario tonto. A veces dice, en un momento de enojo, de cansancio algo inadecuado, y esas palabras se convierten en pesadas piedras, en cortantes cuchillos, en armas destructivas. ¿Por qué? 

Porque es más fácil destruir que comprender.
Porque es más cómodo ser víctima que ser héroe.
Porque es más tentador juzgar que defender.

Y somos tan tontos, que hasta a veces sentimos alegría o satisfacción cuando comprobamos la sospecha de que el otro en algún momento nos iba a fallar. En lugar de apenarnos por lo que perdemos, nos enorgullecemos de haber previsto que “íbamos a perderlo”.

¿Acaso queríamos tan poco como para eliminar ese sentimiento de nuestro corazón en un instante? ¿Acaso somos dioses perfectos para exigir la perfección en los demás?

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